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El amor de Cristo nos apremia

(2 Cor 5,14)

​

Nos impulsa la pasión por nuestro tiempo, por un mundo nuevo que gime por nacer, por una tierra que, no obstante las enormes potencialidades y progresos, no logra cerrar la brecha entre riqueza y pobreza, entre justicia e injusticia, entre belleza y traición.

Algunas expresiones de un documento nuestro nos estimulan a dejarnos interrogar por el estilo mismo de Jesús, manso y humilde de corazón, quien nos ofrece en el sermón del monte (Mt 5, 1-12) un perfil del creyente que camina por la historia confiando en Dios Padre. Decimos en ese documento: «Ante tales desequilibrios, ante la grieta creciente entre países ricos y pobres y el surgimiento de nuevas formas de pobreza, nos es clara la necesidad de vivir una espiritualidad evangélica más fuerte, comprometida con la justicia, con la paz, con el cuidado de la creación, participando como protagonistas en los procesos de transformación de la sociedad, acogiendo la sed y el hambre de Dios que muchos hombres viven, para responderles con una sabiduría iluminada» (Rm 8, 22-23).

Vivir las Bienaventuranzas implica una conversión radical, una inversión de los criterios mundanos para asumir aquellos de Dios en la escucha asidua de la Palabra, en el silencio contemplativo, en la oración, hacia la síntesis entre el primado de Dios y el servicio a los hermanos. No entendemos la radicalidad del seguimiento en contraposición con el mundo ni con la historia que, por el contrario, pueden ser el “lugar” donde Jesús se muestra y nos encuentra, el lugar de la conversión y de la salvación.

La inserción en el mundo, la participación activa en su destino, constituyen un aspecto peculiar de la vocación FRA: un modo particular de estar en el mundo, compartiendo las luchas y las aspiraciones de los hombres, «de la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20, 28).

 

La FRA está llamada a ser en la historia “como fermento de espíritu evangélico”, como levadura escondida (Mt 13, 33) en la tensión para vivir el diálogo y para ser siempre y en todo lugar instrumento de unidad en un seguimiento renovado del Señor pobre, pacífico, perseguido, manso, sediento de justicia. La gratuidad es el estilo habitual de su vida (Mt 10, 8).

La vitalidad de esta vocación estimula a ser en la historia motivo de novedad y de profecía, hace capaz de reencontrar los signos de la promesa de Dios y de su presencia haciéndonos instrumentos dóciles de su deseo de salvación.

 

Algunas de las urgencias, que captamos hoy y hacia las cuales nos disponemos de manera constructiva y misericordiosa, sin por esto ser cómplices del mal, se pueden identificar entre las siguientes:

 

  • la pobreza material y las desigualdades injustas;

  • el estado de abandono de muchas de nuestras ciudades;

  • la pobreza cultural e intelectual;

  • la pobreza relacionada con la ausencia de Dios;

  • la incapacidad de encontrar un sentido ante la muerte y el sufrimiento;

  • el abandono y el descuido del bien común con la omisión generalizada de compromiso en el ámbito político;

la multiplicidad de formas bajo las cuales se presenta la arrogancia y la violencia con la consecuente prevaricación sobre los más débiles incluso bajo la forma de la guerra.

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